PARA VENANCIO CORTÉS
Recuerdo cómo nos preparábamos con emoción días antes. Sacábamos los trajes de manchegas, los limpiábamos, los planchábamos como si fuéramos a desfilar por las calles más importantes del mundo. Pero lo importante no era el traje, ni el desfile, era la familia, el estar juntos, el presumir del tractor que tanto te había costado decorar; me acuerdo perfectamente de que siempre ganabas, mi abuelo era el mejor y ahora pienso en como sería si estuvieras aquí. Me acuerdo de esa sonrisa tuya que no se borraba, esa ilusión de niño que conservabas aunque los años pesaran. Contagiabas alegría, orgullo, tradición.
Creo que el momento más esperado era cuando subíamos al tractor. Aquel tractor que parecía gigante cuando era niña, y que tú conducías con una serenidad que me hacía sentir segura, feliz, parte de algo grande. Subíamos al cerro con todo lleno de decoración, con las ruedas y los carros llenos de color, la música sonando, y la gente saludando. Me sentía en casa, me sentía importante, porque iba contigo.
Ganábamos premios, sí. Muchos años fuimos los mejores, y lo sabíamos. Pero para mí, el mayor premio era compartir esos momentos a tu lado. Verte reír, verte mirar con orgullo cada detalle, como si cada flor, cada cinta, cada esquina del tractor hablara de nosotros, de la historia que compartíamos, de nuestra familia.
Después venía la parte mágica. Las colchonetas. Los juguetes. Los puestos llenos de comida. La música, la cerveza que nunca iba a probar de los mayores, la gente viendo el tractor y con un calor insoportable de pleno mayo. Sigo pensando que no lo vería así si no fuese por ti porque a tu manera, silenciosa pero generosa, nos enseñabas lo que es el amor incondicional.
Hoy, cada vez que llega San Isidro, siento un nudo en la garganta. Las calles siguen adornándose, los niños siguen subiendo a los tractores, la música suena, y los premios se reparten. Pero faltas tú abuelo. Ya no subimos con los tíos, ya no comemos juntos, la música que suena ahora es otra, los tractores ya no me gustan y no me volví a vestir de manchega. Supongo que por la ilusión que te hacía a ti, aquella que se fue de la familia cuando te marchaste.
A veces cierro los ojos y juro que puedo escuchar tu voz contando chistes de tomelloseros, que puedo sentir tu mano fuerte en la mía, que puedo volver a mirar el mundo desde lo alto del tractor como si no existiera preocupación alguna. Porque cuando iba contigo, no existía. Todo era sencillo. Todo era seguro.
Comentarios
Publicar un comentario